El cambio en la concepción de la ciencia, desde una
visión no instrumental, hacia las formas modernas instrumentalizadas ha supuesto
un grado creciente de interacción entre el conocimiento científico con la
estructura de las sociedades, intersectando sus dimensiones económicas,
políticas y culturales, y relegando a un segundo plano su propia esencia: la
comprensión del mundo que nos rodea.
Este cambio de paradigma no sólo afecta a la manera en la que se produce
y difunde el conocimiento científico,
sino que además supone la emergencia de nuevos actores y culturas enmarañadas
en un “nudo gordiano”, en palabras de Bruno Latour, que la modernidad
descompone en varios segmentos por su incapacidad para abordarlo respetando su
complejidad.
Uno de los desafíos más importantes en este nuevo
contexto, alude al problema de los múltiples
lenguajes a los que responde cada una de estas culturas. Al igual
que dos personas que hablan distintos idiomas
no son capaces de entenderse, una misma lengua pero diferentes lenguajes puede
conducir al mismo resultado, por tanto, es necesario caracterizar las culturas
que participan de la ciencia y la tecnología, en su versión moderna, y
reflexionar sobre su alcance.
En este sentido, podemos hablar de las diferentes
culturas presentes en el plano de la política científica y tecnológica, pero
¿cuáles son las culturas que aparecen en la dimensión de la producción del
conocimiento, o inclusive, a escala de proyectos de ciencia y tecnología?. Independientemente de cuales sean los rasgos,
motivaciones u orígenes culturales de los actores que interactúan con los
sistemas científico-técnicos, si reconocemos la no existencia de un pensamiento
común, ¿qué condiciones permiten el establecimiento del diálogo entre culturas
esencialmente distintas y que además hablan diferentes lenguajes?
La reflexión no es nueva. El “triángulo
de interacciones” que propusieron Jorge Sábato y Natalio Botana (1968) no sólo define cuáles son los actores que deben participar en la política científica y tecnológica. También,
describe que tipo de relaciones deben establecerse entre ellos. Por un lado, la
estructura científico-tecnológica, compuesta por el sistema educativo,
laboratorios, mecanismos jurídico-administrativos, recursos económicos, etc,
debe estar coordinada con la estructura productiva de la sociedad – empresas
públicas y privadas- y ambas estructuras, a su vez, con las instituciones y
unidades gubernamentales responsables de promover políticas públicas y asignar
recursos. De esta forma, los actores de los “vértices del triángulo”
(gobierno-estructura productiva-infraestructura científico-tecnológica)
deberían establecer “intra-relaciones” (entre los actores de cada vértice),
inter-relaciones (entre los actores de diferentes vértices) y
“extra-relaciones” (entre actores de un vértice con otros actores fuera del
vértice). Según los autores, para que una estrategia de innovación devenga
resultados satisfactorios, debe ser capaz de generar este tipo de “triángulos
de interacciones”. Por tanto, no sólo es relevante identificar a los actores
involucrados en la política de ciencia y tecnología, además hay que reconocer
la necesidad del establecimiento de “diálogo” entre ellos. De aquí, la
necesidad de reforzar las Estructuras de Interfase (EdI) dentro del Sistema Nacional de Innovación. Diferentes autores, inspirados en el “triángulo de Sábato”, ampliaron el modelo, incorporaron nuevos actores y caracterizaron sus relaciones. Surgieron
así el modelo de la triple hélice, el modelo de la quíntuple hélice de la
innovación, entre otros.
Una mirada complementaria a la anterior sobre los
actores que participan en las políticas de ciencia y tecnología fue elaborada
por Elizaga y Jameson (1996), los cuales definen cuatro tipos de “culturas políticas”, a
saber: 1) Cultura burocrática,
preocupada por la administración, planificación y organización, donde lo
importante es la ciencia para la política. Esta cultura estaría presente en los
tres vértices del triángulo, aunque con predominancia en aquel que corresponde
al Gobierno. 2) Cultura académica, interesada en una política para la ciencia
que preserve el “ethos científico”, predominante en el vértice propio de la
infraestructura científico-tecnológica. 3) Cultura económica, relacionada con
el sector empresarial que busca transformar los resultados científicos en
innovaciones rentables y comercializables. Esta cultura sería mayoritaria en
los vértices del Gobierno y el aparato productivo, sin embargo, el actual
proceso creciente de “tecnocientificación” estaría haciendo penetrar esta
cultura en el vértice correspondiente a la infraestructura
científico-técnica. 4) Cultura cívica,
inquieta por las consecuencias sociales relacionadas con la producción y
aplicación de la ciencia, se correspondería con una de las “extra-relaciones”
que definían Sábato y Botana.
Desde la segunda mitad del siglo XX, y con diferente
peso en distintos momentos históricos, los actores representantes de estas
culturas han buscado hacer prevalecer sus intereses a través de la política
científica. Así, a partir de finales de
los 60s emergió la cultura cívica, preocupados por el medio ambiente, la
energía nuclear, Vietnam, etc, desplazando la hegemonía de la cultura académica
característica de los 50s. Ya en los años 70, y especialmente desde la década
del 80s, se buscó un nuevo “contrato social” que devolviese su preponderancia a
la cultura académica; sin embargo, fueron la económica y la burocrática las que
se han convertido en las predominantes hasta nuestros días.
Bibliografía
- Sábato, Jorge A. y Botana, Natalio (1968), “La ciencia y la tecnología en el desarrollo futuro de América Latina”, Revista de la Integración, INTAL, Buenos Aires.
- Elizaga, Aant y Jameson, Andrew (1996), “El cambio de las agendas políticas en ciencia y tecnología”, en: Zona Abierta, Nº 75-76, Madrid.
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