En Estados Unidos, una vez superados los años difíciles tras la crisis del
29 y económicamente reforzado al término de la Guerra, las condiciones estaban
dadas para asignar a la ciencia “un papel concordante con los objetivos del
programa político” de posguerra. Sería el origen de la política científica
moderna. El documento “Ciencia, la frontera sin fin” de Vannevar Busch[1]
sienta las bases del modelo lineal de
innovación que establece que “la investigación básica es la que fija el ritmo
del progreso tecnológico” (Bush, 1945). El informe establece que: 1) El Estado
tiene un papel primordial en la promoción científica y debe financiarla de
manera estable, 2) el apoyo a la
investigación básica y el desarrollo del talento científico es crucial para
expandir las fronteras del conocimiento y generar el “capital científico”,
dinamizador de la investigación aplicada y la producción tecnológica, 3) se debe preservar la autonomía científica,
(Bush, 1945).
Sin embargo, la propuesta de Bush no ve a la ciencia como un fin en sí
mismo, sino como un medio para alcanzar objetivos de diversa índole. Así, por
ejemplo, afirma que “la investigación científica es absolutamente esencial para
la seguridad nacional” (Bush, 1945:13), anticipando la futura relevancia del
complejo industrial-militar. También deja entrever los deseos hegemónicos
estadounidenses, cuando dice que “una nación que dependa de otras para la
obtención de nuevos conocimientos científicos básicos tendrá un lento progreso
industrial y será débil en su posición competitiva en el comercio mundial”
(Bush, 1945:15). En su visión pragmática de la ciencia, confía en que “nuevas
industrias manufactureras pueden ponerse en marcha y expandirse si seguimos
estudiando las leyes de la naturaleza y aplicando el nuevo conocimiento a
finalidades prácticas”. De este modo, “se crearan más puestos de trabajo, habrá
mejores salarios, horarios laborales más cortos” y, en definitiva, se podrá
alcanzar el pleno empleo y el bienestar nacional (Bush, 1945:9). Además de una
resignificación de la ciencia y su rol en la política pública, sería a partir
de entonces que la “ciencia postacadémica” quedaría anclada a una nueva
convicción: “para la ciencia el conocimiento es un fin, para la tecnociencia no
es más que un medio” (Echeverría, 2009:29). Sobre esta base, tendría
lugar un cambio radical en la relación existente entre los científicos y el
poder.
El origen de la “agencia tecnocientífica”, que diseñó los programas Converging Technologies NBIC en los
albores del siglo XXI, se puede
encontrar en el documento de Bush, cuyas ideas dieron lugar a la emergencia
simultánea de la tecnociencia y la política científica (Echeverría,
2009:27-28). A partir de entonces comienza un proceso creciente de
“tecnocientificación” a través del tiempo en el que, poco a poco, se fueron
incorporando elementos en esta dirección, durante la segunda mitad del SXX. Así,
en los años 60 la ciencia comenzó a “ser
considerada como un factor productivo en pie de igualdad con el trabajo y con
el capital en la búsqueda del crecimiento económico” (OCDE, 1963), para en la
década siguiente “enfatizar en la investigación aplicada con fines concretos,
separando la política científica de la tecnológica” (OCDE, 1971), dando lugar a
finales del siglo XX, en el contexto de
la globalización, al “giro desde las políticas de la oferta hacia las de la
demanda” y al fomento de “la investigación estratégica” y los “sistemas
nacionales de innovación” (OCDE,
1981). Fue en esta década cuando comenzó la “transformación de las universidades y los centros de investigación hacia un nuevo modo de producción del conocimiento orientado
por una demanda social, entendida casi exclusivamente como el mercado”
(Albornoz, 2007:59).
De igual modo, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se tomó
consciencia de la importancia de la ciencia en relación con el poder. En tanto
que concierne a su distribución, mantenimiento y transferencia. Elizaga y Jameson (1996) llaman a esta interacción ciencia-poder como
“política de la ciencia”, diferenciando este concepto del de “política
científica”, que atañe a “las medidas colectivas que toma un gobierno para
fomentar, de un lado, el desarrollo de la investigación científica y, de otro,
a fin de utilizar los resultados de investigación para objetivos políticos
generales” (Salomón, 1977:45-46). Pero, aquello que concierne al poder, conlleva
inevitablemente a la existencia de diferentes actores en pugna por orientar la
política en un sentido determinado y consecuente con las “diferentes culturas políticas”
(Elizaga y Jamison, 1996:2) a las que
aquellos se adscriben.
Elizaga y Jameson (1996) definen cuatro tipos de “culturas políticas”, a
saber: 1)cultura burocrática,
preocupada por la administración, planificación y organización, donde lo
importante es la ciencia para la política, 2) cultura académica, interesada en una política para la ciencia que
preserve el “ethos científico”, 3) cultura
económica, relacionada con el sector empresarial que busca transformar los
resultados científicos en innovaciones rentables y comercializables, 4) cultura cívica, inquieta por las
consecuencias sociales relacionadas con la producción y aplicación de la
ciencia.
Desde la segunda mitad del siglo XX, y con diferente peso en distintos
momentos históricos, los actores representantes de estas culturas han buscado
hacer prevalecer sus intereses a través de la política científica. Así, a partir de finales de los 60s, emergió
la cultura cívica, preocupados por el medio ambiente, la energía nuclear,
Vietnam, etc, desplazando la hegemonía de la cultura académica, característica
de los 50s. Ya en los años 70 y, especialmente, desde la década del 80s, se
buscó un nuevo “contrato social” que devolviese su preponderancia a la cultura
académica; sin embargo, fueron la económica y la burocrática las que se
convirtieron en las predominantes hasta nuestros días.
Hoy se puede afirmar que el
pragmatismo de la tecnociencia ha ganado la batalla al romanticismo del
conocimiento altruista. Cuando el “ethos” de la ciencia del que hablaba
Robert Merton ha sido desplazado por un “ethos tecnocientífico”, el primero
sólo queda en el recuerdo de algunos nostálgicos, mientras que el segundo,
aceptado de forma masiva, no es capaz de concebir cualquier tipo de acción que
no devenga rédito económico. No obstante, parce que la tensión entre la
autonomía de la ciencia y la relevancia social - que en general significa
económica-, hoy se resuelve
“reconociendo la necesidad de lograr un equilibrio entre la demanda de
resultados prácticos y la libertad que
se brinde a la comunidad científica para que esta desarrolle sus potencialidades”
(Sanz Menéndez, 1997).
No obstante, a pesar de lo
razonable que puede parecer esto en la “lógica de nuestros tiempos”, no se
puede dejar de percibir la lamentable renuncia al conocimiento que, puesto que no todas las investigaciones
científicas pueden ser reducidas a la lógica utilitaria (Albornoz, 2007),
supone vislumbrar “una nueva época en la que se limite la gama de la
investigación científica” (Bell, 1994)
Bibliografía
- Albornoz, Mario (2007:59), “Los problemas de la ciencia y el poder”, Centro de Estudios sobre ciencia, desarrollo y educación superior – REDES, en: Revista CTS nº8, Vol 3, Abril 2007.
- Bell, Daniel (1994), “El advenimiento de la sociedad post-industrial”, Alianza Editorial, Madrid
- Bush, Vannevar (1945), “Ciencia, la frontera sin fin. Un informe al Presidente,
- julio de 1945”, en: REDES, Editorial de la UNQ, Buenos Aires, p. 89.
- Echeverría, Javier (2009:30), “Interdisciplinariedad y convergencia tecnocientífica nano-bio-info-cogno”, en: Sociologías, Porto Alegre, año 11, nº22.
- Elizaga, Aant y Jameson, Andrew (1996), “El cambio de las agendas políticas en ciencia y tecnología”, en: Zona Abierta, Nº 75-76, Madrid.
- OCDE (1963), “Science, Economic Growth and Government Policy”, OCDE, Paris
- OCDE (1971), “Science, Growth and Society. A new perspective”, Brooks Report, OCDE, Paris.
- OCDE (1981), “La medición de las actividades científicas y técnicas/Manual de Frascati, OCDE, Paris.
- Salomon, Jean Jacques (1994), “Tecnología, diseño de políticas, desarrollo”, en: REDES, N° 1, Editorial de la UNQ, Buenos Aires, p. 9.
- Sanz Menéndez, Luis (1997), “Estado, ciencia y tecnología en España: 1939- 1997”, Alianza Editorial, Madrid
[1]
Vannevar Bush, director de la Office of Scientific Research and Developmen y jefe del Proyecto
Manhattan para la fabricación de la bomba atómica, presentó en 1945 al presidente Roosvelt el informe “Ciencia, la
frontera sin fin”. Desde entonces, la ciencia y la tecnología comenzaron a ser
incorporadas de manera explícita a las políticas públicas
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